viernes, 7 de agosto de 2009

Cuarto centenario de la expulsión



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El 22 de septiembre de 1609, bajo el reinado de Felipe III, las autoridades españolas comenzaron la expulsión de la comunidad morisca, aproximadamente medio millón de personas. Ése ha sido, proporcionalmente, el mayor exilio de la Historia de España, pues la población entonces era mucho menor que tras la Guerra Civil de 1936-1939 (cuando en torno a un millón de españoles tuvieron que abandonar el país). Sin embargo, no es el exilio más recordado. De hecho, son muchos los españoles de hoy que no conocen esta trágica historia.

Tras la toma del Reino de Granada por los Reyes Católicos, la mayor parte de sus habitantes permaneció en la península, recibiendo el nombre de moriscos, gracias al pacto acordado entre los monarcas católicos y el derrotado rey Boabdil, según el cual las autoridades cristianas se comprometían a respetar las creencias religiosas, y costumbres de los musulmanes granadinos, a cambio de la fidelidad de éstos a los reyes. Un compromiso que sólo se respetó durante ocho años, pues poco antes de la muerte de la reina Isabel las autoridades políticas y eclesiásticas de Granada empezaron a obligarlos a convertirse.

La presión sobre los moriscos se hizo insoportable y a las conversiones forzosas les siguieron los procesos inquisitoriales contra aquellos moriscos convertidos que eran vistos con desconfianza. El resultado fue, primero, un lento goteo de antiguos musulmanes que pasaban a tierras magrebíes y, después, una violenta insurrección morisca, una guerra civil que asoló las Alpujarras durante casi tres años con un saldo terrible de brutalidades por parte de ambos bandos. En 1571, tras la muerte del cabecilla de la insurrección, Hernando de Válor, más conocido como Aben Humeya, las tropas reales terminaban con los últimos reductos moriscos, pero la enemistad generada por la guerra permaneció y llevó al rey a decidir la expulsión de la comunidad en pleno. Los moriscos no pudieron pues elegir, como habían hecho los judíos poco más de un siglo antes, entre convertirse al cristianismo o partir en exilio. Una tragedia más a añadir a la expatriación, pues aquellos que se habían convertido de buen grado fueron recibidos con recelo por los musulmanes del norte de África a causa de su condición de cristianos. Cervantes trazó en El Quijote, con el personaje de Ricote, un patético retrato del drama de los moriscos que trataban de regresar clandestinamente a su patria perdida.

La expulsión ya había sido pretendida por el rey Felipe II, por razones religiosas y de seguridad nacional, pero bajo su reinado la decisión fue de imposible ejecución por los importantes conflictos que ataban al monarca en Europa y en el Mediterráneo. Así que fue a su hijo Felipe III a quien le correspondió abordar el problema heredado.

La expulsión supuso el 5% de la población total existente en el país, casi la mitad perteneciente al Reino de Valencia, pricipal foco morisco, quedando el resto repartida por Aragón, ambas Castillas y Andalucía.

La expulsión representó un tremendo drama para los moriscos. Aunque ellos se consideraban españoles y contribuyeron, sobre todo en el reinado de Carlos V, con donaciones y hombres a la causa imperial, no fueron conscientes del peligro para sus vidas que representaba su único pecado: la conservación de sus contumbres y prácticas religiosas.

La expulsión supuso, además de la pérdida de todos sus bienes que pasaron a propiedad de sus señores o de la Hacienda Real, el más absoluto de los desarraigos. Ni eran queridos en España ni tampoco en los lugares de acogida, Berbería o Francia, donde se les veía como extranjeros y posible foco de conflictos. Ni su lengua, ni tampoco su indumentaria, coincidían con la de las gentes de los nuevos lugares donde tuvieron que emigrar. La gran mayoría, tuvieron que buscar acomodo en el norte de África, donde, a base de esfuerzo y tesón, se fueron abriendo el hueco que aquí, en España, se les negó.

La economía peninsular también se vio muy afectada por el vacío dejado. Los campos, especialmente los de Valencia y Aragón, se vieron privados de la especializada mano de obra morisca, quebrando la riqueza de esas prósperas tierras. Los cultivos fueron abandonados, las industrias y talleres cerrados y los pueblos quedaron sin gentes. El descenso de la producción extendió las hambrunas por grandes zonas de España y llevó a la ruina a muchos de los señores y propietarios. Y, lo que fue todavía más importantes para la Monarquía, y no fue previsto por la misma: se perdieron fuentes de ingresos para afrontar los importantes retos que le estaban reservados.

Algunos moriscos, al igual que habían hecho los judíos, emigraron también de forma clandestina a América en busca de fortuna, y su huella se aprecia en culturas ecuestres como la de los "gauchos" argentinos. Otros, que habían partido antes de la expulsión masiva, se alistaron en el ejército del sultán de Fez y conquistaron la legendaria ciudad de Tombuctú, en pleno corazón de África, donde formaron una casta poderosa que ha llegado hasta nuestros días con el nombre de los "armas". Pero la mayoría de los moriscos se afincó en la costa africana mediterránea.

En nuestros días hay en todo el Magreb descendientes de aquellos exiliados, llamados genéricamente "andalusíes". La huella morisca es muy clara en Argelia, Túnez y Marruecos, cuya capital, Rabat, fue refundada en el siglo XVII al constituirse en ella una singular república pirata formada por moriscos venidos de Extremadura (del pueblo de Hornachos, para ser exactos), que trajo de cabeza a las armadas españolas, francesa e inglesa durante medio siglo. El descendiente directo del primer gobernador de aquella república es hoy un coronel del ejército marroquí de apellido Bargasch (transcripción francesa del apellido Vargas). Existe, pues, un legado español que forma parte ya de las sociedades magrebíes y que puede convertirse en puente de unión entre las dos riberas mediterráneas.

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